lunes, 16 de febrero de 2009

Mi abuela -que no era tuerta- me decía:

(...) La costumbre nos teje, diariamente, una telaraña en las pupilas. Poco a poco nos aprisiona la sintaxis, el diccionario, y aunque los mosquitos vuelen tocando la corneta, carecemos del coraje de llamarlos arcángeles. Cuando una tía nos lleva de visita, saludamos a todo el mundo, pero tenemos vergüenza de estrecharle la mano al señor gato, y más tarde, al sentir deseos de viajar, tomamos un boleto en una agencia de vapores, en vez de metamorfosear una silla en trasatlántico.

Por eso -aunque me creas completamente chocha- nunca me cansaré de repetirte que no debes renunciar ni a tu derecho de renunciar. El dolor de muelas, las estadísticas municipales, la utilización del aserrín, de la viruta y otros desperdicios, pueden proporcionarnos una satisfacción insospechada. Abre los brazos y no te niegues al clarinete, ni a las faltas de ortografía. Confecciónate una nueva virginidad cada cinco minutos y escucha estos consejos como si te los diera una moldura, pues aunque la experiencia sea una enfermedad que ofrece tan poco peligro de contagio, no debes exponerte a que te influencie ni tan siquiera tu propia sombra.


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